domingo, 7 de junio de 2009

PSICOSIS PORCINA



Es normal querer hacer bromas al respecto. Recuerdo a las viejas con una importante paranoia, cubriéndose la cara con su bufanda, en el ómnibus. Por supuesto que una bufanda no va a protegerlas de la gripe porcina, pero casi puedo escucharlas en mi cabeza diciendo: “es para que pase un poco menos”.


Con un pequeño codazo hacia cómplice a quien estuviera a mi lado. Fingía estornudos y tos, que iban dirigidos a incomodar a estas viejas. Las pobrecitas se esforzaban para disimular su desagrado, y ajustaban sus bufandas tapando boca y nariz. Todos nos reíamos.


¡Es increíble! Algunas casi no pueden subir los escalones del ómnibus, pero llegado el momento en que un asiento se libera, pueden llegar a empujar más que jugador de rugby. Y mis acciones eran una pequeña revancha en contra de estas geriátricas fundamentalistas del asiento vacío.


Es que la gripe porcina era un problema de México y Estados Unidos. Algo que estaba lejos, pero sabíamos que iba a llegar.


El tiempo pasó y las bromas quedaron atrás. La gripe se expandía por el mundo, y la paranoia dejó de ser patrimonio exclusivo de la tercera edad. Los noticieros llevaban el conteo diario de los infectados, y lo presentaban con una funesta música. Decían que los barbijos se agotaban en las farmacias, aunque nadie los usara en la calle. Y por más que el Ministerio de Salud insistiera en que debíamos evitar la automedicación, la gente pagaba fortunas por el “Tamiflu”.


Finalmente la gripe llegó.


Otra mañana más estaba esperando en la parada del ómnibus. Campera, bufanda, y guantes eran mis escudos contra el intenso frío. La vida no te deja seguir un ratito más en la cama. Hay que ir a trabajar. ¡Cuanta crueldad!


Por suerte el ómnibus llegó temprano. Me apure a subir y pagar el boleto. Con suerte iba a encontrar un asiento libre. “¿Quien es ahora el fundamentalista del asiento vació?”, pensé. Tomé mi boleto y comencé la búsqueda de un lugar para sentarme. Cuando de repente ocurrió lo inevitable: estornudé.


Era perfectamente predecible y normal. Había mucho frío afuera, y el cambio de temperatura me hizo estornudar. El resto de los pasajeros no lo tomó de esa manera. Todas las miradas estaban dirigidas a mí, y el ómnibus no retomaba su marcha. El silencio era terrible. Di un par de pasos, como si nada estuviera sucediendo, pero alguien en el fondo del coche se puso de pie, y señalándome con su dedo índice, gritó en tono inquisidor: “¡nos va a contagiar a todos!”.


Rápidamente me bajé y salí corriendo. Todos los pasajeros vinieron tras de mí. ¡Me querían matar! “¡Paren!, ¡están todos locos!”, les grité. Pero no cambiaron en nada su actitud. Querían sangre.


Doblé la esquina, y aun continuaban persiguiéndome. Algunos traían palos. Otros me tiraban piedras. Todos gritaban.


Pasé a toda carrera por la puerta del taller. El mecánico se asomó y preguntó a la turba que es lo que estaba pasando. “¡Nos va a contagiar a todos!”, escuché como le respondían. Todos los empleados del taller se sumaron a la persecución, con fierros, llaves inglesas, etc. Juraría que uno hasta me tiró con un neumático.


Llegué a la puerta de mi casa. Comencé a buscar las llaves, pero con los guantes puestos y los nervios de punta, no podía sacarlas de mi bolsillo. Así fue que me alcanzaron. Me dieron un empujón y caí al piso. Y justo cuando el primer golpe se acercaba a mi rostro, alguien de entre la muchedumbre estornudó.


Todos lo miramos en silencio. Fingió que nada estaba sucediendo, entonces me puse de pie, y señalándolo con mi dedo índice, grité en tono inquisidor: “¡nos va a contagiar a todos!”.


Rápidamente salio corriendo, y fuimos tras él. Lo queríamos matar, era una cuestión de él o nosotros. No podíamos permitir que nos enfermara. “¡Paren!, ¡están todos locos!”, nos gritaba, pero seguimos igual.


Algunos llevábamos palos, otros le tiraban con piedras, y todos gritábamos. Pero él continuaba su escape.


En la carrera pasamos por el taller. El mecánico se asomó y preguntó que es lo que estaba pasando. “¡Nos va a contagiar a todos!”, le respondí. Por suerte todos los empleados del taller se sumaron a la persecución, con fierros, llaves inglesas, etc. Lo íbamos a atrapar. Hasta alguien del taller tiró con un neumático, eso fue gracioso.


Dobló la esquina, pero cuando llegamos ya no estaba. Se nos escapó el muy hijo de su madre…


El_Hincha

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