Manuel ya no era tan joven para emprender la aventura en la
que se encontraba, pero si lo suficientemente entusiasmado. La rutina le
provocaba claustrofobia, y anhelaba algo más allá del horizonte. Cansado de lo
habitual, cargó en su mochila, un libro por leer, otro por escribir, y dejó todo
lo que tenía para encontrar quien sabe que.
Ya sea por el cansancio o por el calor de las tardes de
febrero, esa mochila pesaba hoy más que nunca, y las piernas lloraban cada
paso. A su alrededor se extendía un descuidado campo en múltiples tonalidades
de verde, y bajo sus pies un camino de balastro. Por la forma en que el pasto
lo engullía el camino, y como las chircas lo angostaban, nadie lo había
transitado desde hace mucho tiempo atrás.
Los pájaros estaban ausentes y los árboles con sus ramas
estáticas. No había testigos del pasar de Manuel, salvo sus propias huellas. De
no ser por el canto histérico de grillos y cigarras, se podría asegurar que el
mundo estaba detenido.
Fue entonces que al pegar una curva, se encontró con un
cartel que lo recibía: “Bienvenido a Sosa Dias”.
El lugar era un grupo de cinco casas, tan venidas a menos
como el camino. Las paredes de un color que antiguamente fue blanco, con
pedazos de revoque caído, exponiendo viejos ladrillos, y con alguna planta o
enredadera creciendo entre las rajaduras, sostenían restos de techo, que
albergaban entre tirantes algún nido de hornero.
Frente a ellas, los yuyos dejaban adivinar una casi
invisible vía férrea, sobre la que reposaba un viejo vagón del que solo quedaba
la estructura de hierro.
A un costado, la estación del tren, como recuerdo de una
época prosperidad que nunca llegó. En el frente de la estación había una banca,
y sentados en ella dos viejos aprovechaban la sombra.
Uno de ellos se acercaba a los setenta. El otro evidenciaba
una edad aún mayor, pero imposible de determinar. Casi como si ya hubiera
envejecido tanto como se pueda envejecer.
El más viejo vestía un pantalón de pana gris, y un buzo de
lana marrón. Ambas prendas tan desgastadas como inapropiadas para ese clima. En
sus manos, termo y mate eran manipulados con destreza. El otro tenía un
pantalón de tela, una camisa remangada, y un gorro de visera. Con su mirada,
seguía los pasos de Manuel.
Al verlos, Manuel saltó las vías del tren, y se acercó a los
ancianos.
–Buen día –dijo el más joven de los dos, quien tomó el mate
de las manos de su compañero y lo extendió en dirección a Manuel.
–Buenas… –respondió Manuel, quien rechazó el ofrecimiento
haciendo un gesto con su mano derecha.
–Ya era hora que viniera, lo estábamos esperando –replicó el
más viejo.
–¿Cómo que me estaban esperando? –preguntó Manuel– Si ni
saben como me llamo.
–Eso es verdad –respondió el viejo– pero no deja de ser
cierto lo otro.
–A veces no queda más que esperar –argumentó el otro. Por
cierto, yo soy Dias.
–Y yo soy Sosa. ¿El señor es…? –preguntó el más viejo.
–Manuel… ¿Ustedes son Sosa y Dias? ¡Como el pueblo! –exclamó
Manuel.
–Bueno… No. En realidad es al revés –aseguró Dias.
Un descolorido repasador con dibujos de tomates, zanahorias,
un choclo, y otros elementos de ensalada, cubría una canasta. Dias, al ver la
mirada curiosa de Manuel, destapó la canasta y la alzó hacia Manuel invitándolo
a servirse. Dentro esperaban unas torta fritas a las que no pudo negarse. Tomó
una y se sentó junto a sus anfitriones.
–Cuando yo llegué el nombre era solo “Sosa” –relató Dias. Ni
se imagina el revuelo que se armó cuando propuse cambiar el nombre al pueblo.
Pero al final encontramos la forma de solucionarlo.
–Hicimos elecciones –agregó Sosa.
–Y en las tres primeras no logramos nada. –continuó Dias. El
resultado de la primera fue un empate. En la segunda hubo una denuncia de
fraude, ya que el resultado había sido sospechosamente igual que en la primera.
Cuando en la tercera sucedió lo mismo, nos dimos cuenta de que era lo que
pasaba.
–Es que solo éramos dos –argumentó Sosa.
–Al final, ya ni me acuerdo como, pero el asunto se
solucionó –concluyó Dias.
– ¿Cómo se apellida usted? –preguntó Sosa a Manuel.
–Serrano –respondió Manuel.
Dias arqueó la boca y mirando a Sosa comentó: “me parece
bien”.
Algunas palomas se acercaron invitadas por las migas que
caían al piso, el viento se hacia presente junto con algunas nubes que
matizaban el cielo, y el Sol iba bajando mientras la charla continuaba.
–Me acuerdo cuando el pueblo se llamaba “Sosa Pereira” –contó
Sosa. El pobre Pereira se enfermó de tiempo. Se ponía cada vez peor, hasta que
un día vino una noche y se lo llevó. Era buen tipo, pero muy aburrido. Se sabía
tres historias, y las contaba una y otra vez, solo les cambiaba el final. Así
catorce años. Aguantó poco Pereira…
– ¿Usted se sabe alguna historia, Serrano? –Le preguntó Dias
a Manuel.
–Algunas las sé, y otras me las invento –respondió Manuel.
– ¡Pero cuente entonces! –pidió Dias.
–Bueno, ya me voy yendo… –interrumpió Sosa, quien se puso de
pie y tomó una bolsa que había junto a la banca. Saludó a los otros dos, y
comenzó a caminar por donde Manuel había llegado.
Sin saber que había conseguido lo que deseaba, pero no lo
que quería, Manuel comenzaba el relato, y Dias escuchaba atentamente. Mientras
tanto, las últimas luces del Sol alumbraban tenuemente el camino para Sosa,
quien dejaba atrás un cartel que rezaba: Bienvenido a Dias Serrano.
El_Hincha